¡Queridos lectores!
Hoy vengo con un post fuera de lo habitual.
Dentro de mi interés por la pedagogía musical (en especial, claro está, la del clarinete), no dejo de leer y acercarme a otros profesionales con esta misma pasión.
En Instagram sigo hace tiempo al violinista y pedagogo Álvaro Martín García, del que aprendo en cada publicación que realiza. Hace poco publicó un post tras unas clases suyas en Argentina, con extractos de una carta, con el que me sentí muy identificada y le pedí permiso para reproducirlo aquí en mi blog, así que ¡adelante!
He continuado rondando aquella reflexión que se lanzó sobre las jornadas acerca de si es posible una educación que respete al individuo a la vez que le orienta a un desempeño exigente, de calidad, que persiga la mayor excelencia. Realmente pienso que sí.
En esta educación ideal se dan cita la empatía y el conocimiento. La ausencia de la primera priva a la música de su capacidad transformadora, de su poder para evolucionar la ética del individuo y así crear una red de profesionales comprometidos no solo con la fiel reproducción de obras del presente y del pasado, si no con la construcción de una sociedad más receptiva, más compasiva y tolerante.
La ausencia del segundo (el conocimiento) priva a la disciplina de su poder para transmitir con claridad. Necesitamos buenas interpretaciones para llegar mejor a los corazones del público. Donde no puede llegar una orquesta/escuela, un proyecto social, puede llegar una música bien interpretada. Una afinación pulcra, un ritmo bien asentado, un sonido bello y con recorrido, unos dedos ágiles y seguros son ingredientes necesarios para conmover profundamente a una persona que se sentó en el auditorio tras un cansado día de trabajo.
Pensemos por un momento que una buena parte de la sociedad no conoce la capacidad transformadora de la música. Hay muchas personas que son completamente ajenas al quehacer musical que nosotros ya damos por hecho. La única manera de mostrar a este oyente cansado la potencia del arte es revolverle en su asiento, generarle un impacto. Quizá así despertemos su curiosidad, desviemos su mirada hacia el arte e inicie por sí solo una transformación. Para generar este impacto la música necesita de buenos intérpretes, bien formados.
Poner en convivencia una educación empática y excelente es impactar en el estudiante (futuro sostenedor de la música) y en el público (ciudadano del mundo al que queremos interpelar). A partir de aquí es posible que el estudiante se convierta en público o que el público se convierta en estudiante, qué más da, habremos conseguido movilizar y perpetuar el motivo por el que los seres humanos comenzamos a hacer música: transformar.
Además aquí os dejo el enlace directo a este post y al perfil de Álvaro, ya que si estáis interesados en la pedagogía, no os dejará para nada indiferentes.
¡Gracias por leer!
Cecilia


